La zona de confort es ese lugar tedioso
en el que todos, alguna vez, nos acostumbramos a vivir.
Es caminar todos los días los mismos
caminos, ver todos los días a las mismas personas, asomarse a la
ventana y tener los mismos sueños de libertad y las mismas ansias
de cambio para acabar ahogándolo todo en un escueto “no es el
momento”. La zona de confort son las obligaciones que nosotros
mismos nos ponemos sin estar realmente obligados a ellas, las mismas
mentiras que nos repetimos sin sentirlas y es el ver la misma vida
pasar día a día sin querer saber como escapar a esa rutina.
Mi zona de confort se reducía a eso: a
andar el mismo trayecto, ver las mismas caras reflejadas en los
cristales del vagón de metro, subir las mismas escaleras, sentarme
en el mismo sitio, repetir el mismo trabajo, las mismas frases, el
mismo horario; estar obligada a mantener las mismas conversaciones
tediosas con gente variopinta y forjarme en mi interior una opinion
acerca de ellos, unos para mejor, otros para peor; callar las mismas
palabras, gritar a través de cada poro de mi piel de pura angustia.
Mi zona de confort era sentirme ahogada por mi propia conciencia que
me recordaba que en algún lugar debía haber algo mucho mejor para
mi y buscar un escape en las letras, en las canciones y en los
pinceles. Era saber que podía haber hecho mucho más pero que “la
vida” y “mis circunstancias” me obligaban a aguantar con cosas
que no quería.
Hasta que llega el momento en el que
todo se fractura.
A cada uno nos llega esa voz que dice
que “hasta aquí” y a mi me llegó en forma de frustración el
día en que supe que el buen hacer confronta muchos veces con
mejorar, que las cosas que creía me impulsarían a algo mejor lo
único que habían hecho era condenarme a un vacío existencial en el
que llevaba vagando siete largos años. Me llegó en forma de
opiniones, comentarios, argumentos que salían de boca de gente que
pasaba su mano por mi espalda pero que entre los dedos empuñaba el
puñal alargado de la envidia.
Y entonces recordé que hubo tiempos
mejores pero también los hubo peores y que tuve sueños que no
alcancé pero también hubo cosas por las que luché hasta el final,
por encima de todo y de todos y de cualquier circunstancia adversa.
La salida de esa zona cómoda llega el día en el que te miras al
espejo y no te reconoces y te das cuenta de que tu vida se reduce a
ese sinfin de cosas que odias y que jamás pensaste que harías. Ese
día en el que te das cuenta de que tus manos hace tiempo que volaron
de aquel lugar, que tu corazón nunca estuvo ni tan siquiera allí
sentado y que tu felicidad te aguarda en la puerta con un abrigo con
el que cobijarte y un paraguas en la mano, esperando a que te decidas
a dar ese paso.
Y vuelves a saber que eres valiente,
que eres único, que puedes hacerlo. Que es el tiempo de volar y que
nada ni nadie te condenará de nuevo a aquel lugar estúpido e
hiriente que es tu “zona cómoda”. El día en que tu cerebro, el
único encargado de anclarte a una realidad que no es la tuya, decide
que ya ha dado suficiente por algo que nunca mereció la pena.
Es ese momento en el que renaces.
El momento en el que vuelas.
Es ese momento en el que no giras la
cabeza.
El momento en el que cierras esa puerta
para no volver a abrirla jamás y desandas el camino hacia
casa,sonríes al extraño del metro y borras del teléfono a las
personas con las que nunca quisiste entablar conversación mientras
mantienes a tu lado a las que te hicieron aquellos años más
fáciles. Es el momento en el que recuerdas ese libro que leíste y
que te transportó hacia la magia y a lugares paralelos.
Es el momento en el que recuerdas que
quien lo escribió estaba peor que tú pero, a diferencia de tí,
luchó por lo que quería.
Hoy, el día en el que mi corazón sabe
lo lejos que está de su zona de confort, yo releo ese libro. Y poco
a poco mi cerebro se da cuenta de que cada vez él está también más
lejos de ella.

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