Las maletas se deslizaron plomizas de entre sus dedos al rellano.
“Una nueva vida”, se había repetido en los últimos meses. Y una nueva vida era lo que se abría al otro lado de la puerta.
El precio de aquella escueta vivienda había sido lo primero que llamó su atención al leer con detenimiento el anuncio en el periódico y, sin embargo, no se había hallado capaz de encontrar nada extraño cuando, hacia ya meses, lo escudriñó con atención de parte a parte ante la mirada atenta de la casera quien, con sonrisa afable a la par que predispuesta, la había hecho partícipe de los entresijos de aquel lugar.
La vivienda no era gran cosa, pero al menos parecía limpia. El aroma a eucalipto, tan arraigado en los acantilados norteños, invadía sin recato cada uno de los recovecos y paredes, así como el interior de los armarios, con aquella mezcolanza extraña que surgía de las ramas de lavanda que se ocultaban tras las ropas de los armarios que tapizaban el lugar.. “Tengo urgencia por alquilarla” - le había dicho- “Disputas familiares, entienda”.
Y ella, sin duda, conocía bien lo que era eso.
Una cocina, un baño, un diminuto salón y el par de habitaciones eran espacios más que suficientes para lo que ella necesitaba y si a esto le unía el altillo de dimensiones aceptables que asomaba a la calma del puerto por el toldo de una terraza cubierta, convertía aquella morada destartalada en un pequeño rincón de paz. Aquella paz que tanto ansiaba. Allí, se dijo, podría dedicarse a sus pasiones y refugiarse del exterior. Aquel exterior que cada día la atemorizaba con mayor rudeza. Había escapado a los peligros de las relaciones serias, a las exigencias de la familia y a la agobiante calígine del trabajo estable. Ahora lo único que deseaba era empezar una nueva vida lejos de todo y de todos . Y, sin duda, aquel era el lugar idóneo para ello.
Avanzó por entre las sombras que describía la luminosidad del sol del atardecer, reflejando de forma tenue mientras acaecía entre las nubes, rebotando su fulgor contra los cristales opacos y sucios de las habitaciones que penetraban hasta el pasillo. Un pesado olor a rancio envolvió la atmósfera, como un halo de vejez inesperado; como si algo o alguien paseara cerca dejando en su camino un profundo vaho de malestar y podredumbre. Hacia mucho tiempo que nadie vivía allí, se dijo. Y por lo que parecía y le había dado a entender su arrendadora, los últimos inquilinos habían apurado su marcha con urgencia, dejando tras de si un rastro de ropa y enseres que se agolpaban junto un maltrecho conjunto de maletas, acumulando polvo y telarañas en uno de los rincones del recibidor y de entre las que sobresalía llamando su atención el rosa pálido de una pequeña bolsa infantil que asfixiaba con su cierre el cuello de un conejo de peluche morado que miraba tristemente con su ojo abotonando desde el vacío de su corazón algodonado e inerte.
El avanzar de sus pasos palpitó sobre los tablones del parqué que crujían con un “crec”quebradizo e inquietante. Paseó la mano sobre la cubierta polvorienta de los estantes y de las repisas y destapó uno a uno los viejos muebles arropados hasta entonces por gruesas y despeluzadas mantas guardianas del paso del tiempo.
“Mi nuevo hogar” - susurró en un tono casi inaudible; y algo mareada por la tensión de los últimos días y derrotada por el cansancio se desplomó sobre la cama, sumergida en aquella sensación de pesada somnolencia que había sentido desde el momento en qué su tren atravesó las montañas que la dirigían a los lindes del paraje.
Pronto, y mientras Eli se sumía en la ternura de sus sueños, una tenue neblina y una pausada canción infantil recorrió todos y cada uno de los rincones de aquel su nuevo hogar.
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