El viejo pueblo guarnecía de más aliento a la depresión que al ánimo, pensó mientras asomada a la ventana observaba una vez más el oscuro del cielo añilado que se cernía sobre las casas dispuestas sobre los acantilados en cada una de las vertientes del puerto. A decir verdad, había sido consciente de en lo que se metía desde el momento en que abrió aquel periódico y la tinta del “piso en renta, precio inigualable” llamó su atención por encima de todos lo demás. Sin embargo, la falta cotidiana de luz solar hacía mella en su estado y cercenaba con cierta crudeza la esperanza de cualquier avance.
Con el paso de los días su humor, a inicio positivamente espléndido, había comenzado a oscurecer de una forma particularmente grave tras descubrir que la casa, que en sus inicios se suponía impecable mostraba cada vez con menos cohibición una larga lista de imperfecciones. Y así había contemplado las humedades negras que se colaban en en enyesado del techo, el apollillado trasfondo de las mantas que aguardaban su turno en los cajones, la fragilidad de los anticuados electrodomésticos que centelleaban al usarlos como naves en despegue y el pútrido olor en que tornaban los alimentos que almacenaba en la pequeña alacena, justo sobre el frontal de la cocina.
Particular había sido el hallazgo sin embargo de los pequeños socavones que salpicaban el manto florido del papel de una de las paredes del pasillo y que noche a noche y mañana tras mañana, se desdoblaban o triplicaban, aumentando en número y en tamaño sin motivo aparente. Había tratado de localizar a la casera quien, para aumentar la desesperación ya inherente, parecía haber partido en urgencia haciéndola escuchar para su desdicha el repetitivo mensaje del contestador que, día tras día, la solicitaba calma y la convencía de que tal vez pronto, obtendría respuesta.
Por si fuera poco y unido al mal tiempo que asolaba el puerto, Eli había empezado a intuir que la soledad, de inicio tan ansiada, comenzaba a trastornarla. En todos aquellos días que ya acumulaba a sus espaldas no había sido capaz de encontrar alguien con quien conversar en aquellas últimas semanas; ni tan siquiera aquel par de vecinos ancianos que aguardaban tras la puerta a que ella desapareciera del portal para salir a la calle y que dejaban distancia cuando la veían, para no alcanzarla en el rellano. Eli se había propuesto entablar al menos una conversación real con la esperanza de eludir la responsabilidad absurda de estar enloqueciendo, pero todos los lugareños parecían haber establecido un pacto de silencio contra ella y salpicaban sus andares de miradas de recelo y espaldas vueltas cuando caminaba sola, como no podía ser de otro modo, por entre las nasas del puerto. Tan solo la joven mujer que regentaba la panadería la había dirigido un par de sonrisas afables y había tratado de animarla con su empeño.
“Se adaptará a este lugar” - le comentó mientras le legaba el par de rodetes de pan recién salidos del horno - “Debería buscar un empleo”.
Eso, sin duda ayudaría. Pero, ¿de qué podía trabajar en el último recoveco poblado del país si no era de todo aquello que no la llenaba?.
Aquella soledad, pensaba, había hecho que en los últimos tres ocasos entremezclara sueños y realidad destapando a la luz de la penumbra algunos sonidos extraños que ululaban en su mente y en sus despertares fríos y empapados, traspasando lo coherente y recubriendo el silencio profundo de la madrugada de singulares arañazos que resquebrajaban el interior de las paredes. Del mismo modo, empezaba a tener la sensación estúpida de que en las noches, algunos objetos abandonaban sus posiciones, extraviándose en la nada, como había sucedido con la mochila sonrosada e infantil de la entrada o con los zapatos ajados que había dejado reposando en el alfeizar, o bien cambiando de lugar, como, según le parecían, había sucedido con algunas de las tazas que había alineado en los armarios o con los cuadros del pasillo que, según creía recordar, cada día amanecían en un orden indeterminado y diferente al del día anterior.
Observó los barcos partir entre la tiniebla. Era sorprendente la facilidad con la que aquella bruma casi negra lo sobrecogía todo y sorprendente también como las calles quedaban completamente desérticas y no se escuchaba una sola voz más allá de la madrugada.
Cansada, un día más y quizá más que nunca, se tumbó en la cama, pensando en el rodar de su vida y en si la idea de apartarse de todo y de todos había sido, ciertamente acertadas. Pronto el cansancio la venció.
El reloj marcaba las cuatro y media cuando el frio se coló entre sus sábanas obligándola a despertar. Se levantó de un salto al escuchar el ulular del viento que partía desde algún recodo de la casa y avanzó hacia la puerta que, al contrario de lo que recordaba, ahora se encontraba abierta. Un alarido quebrado y un millar de crujires de uñas retumbaron al otro lado de las paredes de la habitación durante unos largos y aterrorizantes minutos. Eli caminó por el pasillo y observó con terror que todas y cada unas de las ventanas y puertas se hallaban abiertas. Una risita siniestra llamó su atención a la espalda. Entre la penumbra la figura del conejo de peluche en su mochila en el umbral de la puerta de entrada a la calle, que ahora se encontraba también abierta.
Con temor aproximó sus pasos hacia aquel lugar ahogó un grito al comprobar que el conejo giraba la cabeza hacia ella y la observaba y sonreía con malevolencia.
