sábado, 20 de noviembre de 2021

ACTO II: LA SOLEDAD

 

El viejo pueblo guarnecía de más aliento a la depresión que al ánimo, pensó mientras asomada a la ventana observaba una vez más el oscuro del cielo añilado que se cernía sobre las casas dispuestas sobre los acantilados en cada una de las vertientes del puerto. A decir verdad, había sido consciente de en lo que se metía desde el momento en que abrió aquel periódico y la tinta del “piso en renta, precio inigualable” llamó su atención por encima de todos lo demás. Sin embargo, la falta cotidiana de luz solar hacía mella en su estado y cercenaba con cierta crudeza la esperanza de cualquier avance.

Con el paso de los días su humor, a inicio positivamente espléndido, había comenzado a oscurecer de una forma particularmente grave tras descubrir que la casa, que en sus inicios se suponía impecable mostraba cada vez con menos cohibición una larga lista de imperfecciones. Y así había contemplado las humedades negras que se colaban en en enyesado del techo, el apollillado trasfondo de las mantas que aguardaban su turno en los cajones, la fragilidad de los anticuados electrodomésticos que centelleaban al usarlos como naves en despegue y el pútrido olor en que tornaban los alimentos que almacenaba en la pequeña alacena, justo sobre el frontal de la cocina.

Particular había sido el hallazgo sin embargo de los pequeños socavones que salpicaban el manto florido del papel de una de las paredes del pasillo y que noche a noche y mañana tras mañana, se desdoblaban o triplicaban, aumentando en número y en tamaño sin motivo aparente. Había tratado de localizar a la casera quien, para aumentar la desesperación ya inherente, parecía haber partido en urgencia haciéndola escuchar para su desdicha el repetitivo mensaje del contestador que, día tras día, la solicitaba calma y la convencía de que tal vez pronto, obtendría respuesta.

Por si fuera poco y unido al mal tiempo que asolaba el puerto, Eli había empezado a intuir que la soledad, de inicio tan ansiada, comenzaba a trastornarla. En todos aquellos días que ya acumulaba a sus espaldas no había sido capaz de encontrar alguien con quien conversar en aquellas últimas semanas; ni tan siquiera aquel par de vecinos ancianos que aguardaban tras la puerta a que ella desapareciera del portal para salir a la calle y que dejaban distancia cuando la veían, para no alcanzarla en el rellano. Eli se había propuesto entablar al menos una conversación real con la esperanza de eludir la responsabilidad absurda de estar enloqueciendo, pero todos los lugareños parecían haber establecido un pacto de silencio contra ella y salpicaban sus andares de miradas de recelo y espaldas vueltas cuando caminaba sola, como no podía ser de otro modo, por entre las nasas del puerto. Tan solo la joven mujer que regentaba la panadería la había dirigido un par de sonrisas afables y había tratado de animarla con su empeño. 

“Se adaptará a este lugar” - le comentó mientras le legaba el par de rodetes de pan recién salidos del horno - “Debería buscar un empleo”.

Eso, sin duda ayudaría. Pero, ¿de qué podía trabajar en el último recoveco poblado del país si no era de todo aquello que no la llenaba?.


Aquella soledad, pensaba, había hecho que en los últimos tres ocasos entremezclara sueños y realidad destapando a la luz de la penumbra algunos sonidos extraños que ululaban en su mente y en sus despertares fríos y empapados, traspasando lo coherente y recubriendo el silencio profundo de la madrugada de singulares arañazos que resquebrajaban el interior de las paredes. Del mismo modo, empezaba a tener la sensación estúpida de que en las noches, algunos objetos abandonaban sus posiciones, extraviándose en la nada, como había sucedido con la mochila sonrosada e infantil de la entrada o con los zapatos ajados que había dejado reposando en el alfeizar, o bien cambiando de lugar, como, según le parecían, había sucedido con algunas de las tazas que había alineado en los armarios o con los cuadros del pasillo que, según creía recordar, cada día amanecían en un orden indeterminado y diferente al del día anterior.

Observó los barcos partir entre la tiniebla. Era sorprendente la facilidad con la que aquella bruma casi negra lo sobrecogía todo y sorprendente también como las calles quedaban completamente desérticas y no se escuchaba una sola voz más allá de la madrugada.


Cansada, un día más y quizá más que nunca, se tumbó en la cama, pensando en el rodar de su vida y en si la idea de apartarse de todo y de todos había sido, ciertamente acertadas. Pronto el cansancio la venció.


El reloj marcaba las cuatro y media cuando el frio se coló entre sus sábanas obligándola a despertar. Se levantó de un salto al escuchar el ulular del viento que partía desde algún recodo de la casa y avanzó hacia la puerta que, al contrario de lo que recordaba, ahora se encontraba abierta. Un alarido quebrado y un millar de crujires de uñas retumbaron al otro lado de las paredes de la habitación durante unos largos y aterrorizantes minutos. Eli caminó por el pasillo y observó con terror que todas y cada unas de las ventanas y puertas se hallaban abiertas. Una risita siniestra llamó su atención a la espalda. Entre la penumbra la figura del conejo de peluche en su mochila en el umbral de la puerta de entrada a la calle, que ahora se encontraba también abierta.


Con temor aproximó sus pasos hacia aquel lugar ahogó un grito al comprobar que el conejo giraba la cabeza hacia ella y la observaba y sonreía con malevolencia.

jueves, 18 de noviembre de 2021

ACTO I: LA LLEGADA

 

Las maletas se deslizaron plomizas de entre sus dedos al rellano.

“Una nueva vida”, se había repetido en los últimos meses. Y una nueva vida era lo que se abría al otro lado de la puerta.

El precio de aquella escueta vivienda había sido lo primero que llamó su atención al leer con detenimiento el anuncio en el periódico y, sin embargo, no se había hallado capaz de encontrar nada extraño cuando, hacia ya meses, lo escudriñó con atención de parte a parte ante la mirada atenta de la casera quien, con sonrisa afable a la par que predispuesta, la había hecho partícipe de los entresijos de aquel lugar.

La vivienda no era gran cosa, pero al menos parecía limpia. El aroma a eucalipto, tan arraigado en los acantilados norteños, invadía sin recato cada uno de los recovecos y paredes, así como el interior de los armarios, con aquella mezcolanza extraña que surgía de las ramas de lavanda que se ocultaban tras las ropas de los armarios que tapizaban el lugar.. “Tengo urgencia por alquilarla” - le había dicho- “Disputas familiares, entienda”. 

Y ella, sin duda, conocía bien lo que era eso.

Una cocina, un baño, un diminuto salón y el par de habitaciones eran espacios más que suficientes para lo que ella necesitaba y si a esto le unía el altillo de dimensiones aceptables que asomaba a la calma del puerto por el toldo de una terraza cubierta, convertía aquella morada destartalada en un pequeño rincón de paz. Aquella paz que tanto ansiaba. Allí, se dijo, podría dedicarse a sus pasiones y refugiarse del exterior. Aquel exterior que cada día la atemorizaba con mayor rudeza. Había escapado a los peligros de las relaciones serias, a las exigencias de la familia y a la agobiante calígine del trabajo estable. Ahora lo único que deseaba era empezar una nueva vida lejos de todo y de todos . Y, sin duda, aquel era el lugar idóneo para ello.

Avanzó por entre las sombras que describía la luminosidad del sol del atardecer, reflejando de forma tenue mientras acaecía entre las nubes, rebotando su fulgor contra los cristales opacos y sucios de las habitaciones que penetraban hasta el pasillo. Un pesado olor a rancio envolvió la atmósfera, como un halo de vejez inesperado; como si algo o alguien paseara cerca dejando en su camino un profundo vaho de malestar y podredumbre. Hacia mucho tiempo que nadie vivía allí, se dijo. Y por lo que parecía y le había dado a entender su arrendadora, los últimos inquilinos habían apurado su marcha con urgencia, dejando tras de si un rastro de ropa y enseres que se agolpaban junto un maltrecho conjunto de maletas, acumulando polvo y telarañas en uno de los rincones del recibidor y de entre las que sobresalía llamando su atención el rosa pálido de una pequeña bolsa infantil que asfixiaba con su cierre el cuello de un conejo de peluche morado que miraba tristemente con su ojo abotonando desde el vacío de su corazón algodonado e inerte.

El avanzar de sus pasos palpitó sobre los tablones del parqué que crujían con un “crec”quebradizo e inquietante. Paseó la mano sobre la cubierta polvorienta de los estantes y de las repisas y destapó uno a uno los viejos muebles arropados hasta entonces por gruesas y despeluzadas mantas guardianas del paso del tiempo.

Mi nuevo hogar” - susurró en un tono casi inaudible; y algo mareada por la tensión de los últimos días y derrotada por el cansancio se desplomó sobre la cama, sumergida en aquella sensación de pesada somnolencia que había sentido desde el momento en qué su tren atravesó las montañas que la dirigían a los lindes del paraje.

Pronto, y mientras Eli se sumía en la ternura de sus sueños, una tenue neblina y una pausada canción infantil recorrió todos y cada uno de los rincones de aquel su nuevo hogar.

miércoles, 17 de noviembre de 2021

Relato corto: El último día

El último día me pareció más largo que ninguno. Estaba sola. Sola en aquel sótano donde el lamento de los silenciosos cadáveres arañaba el bramido del piano que provenía del primer piso.

Disfrute mi melodía– me había susurrado aquel monstruo antes de encerrarme- porque será lo último que escuche. Nunca debió aceptar el caso, señorita Espinosa”. 

Y cuando el re menor sentenció el grave final de la sonata, supe que había llegado la hora.

Oh, querido” - murmuré. Y una violenta risotada arañó mi garganta - “ Lo que no sabes es que acepté de buena gana”.

La luna se sumergió entre las nubes sabiendo que una vida más se derramaría esa noche. No la mía.

Jugueteando con aquel cristal entre mis dedos, mientras tarareaba esa misma melodía que hacía solo unos segundos emanaba de sus rudos y ásperos dedos, escuché sus pesados pasos descender el ultimo tramo de escalones. 

Si: el ultimo día en aquel lugar pareció más largo que ninguno. 

Pero - pensé, vengativa- lo bueno, siempre se hace esperar”.



jueves, 7 de marzo de 2019

Memento Mori

Hace no demasiado leí un libro que llevaba ese título. No creo que sea un libro que releería, ni tan siquiera soy capaz de recordar con claridad el argumento. Sin embargo, la curiosidad mató a la gata, y yo, absurdamente inculta, no sabía el significado de esa frase, así que me dispuse con urgencia a buscar qué quería decirme.

"Recuerda que morirás"

La muerte. Esa compañera a la que no temo. Se puede morir de muchos modos y morir en vida es uno de ellos. Se puede morir para mal, sin futuro y de pena, o para bien, renaciendo de tus cenizas. Fuera como fuese, aquella frase me hizo reflexionar; quizá empujada por un momento vital absurda y nimiamente satisfactorio, quizá porque todo, absolutamente todo en mi vida han sido ciclos: en algunos con mejor suerte, en otros con menos... y por algún extraño motivo regresé a la única entrada que había escrito en este blog. De esa abrupta manera me dí cuenta que llevaba cuatro años alargando aquello que ya sabía. Que necesitaba, de algún modo, morir.

Y me decidí a ello.

Soy un animal de costumbres, de esos que se acomodan fríamente en una zona de confort estúpida y anodina y creen que con eso todo irá bien, aunque de algún modo sientan que se someten a lo preestablecido y que se ahogan en un montón de normas, de cánones que no son para ellos. En mi vida he intentado seguir la línea siempre sin éxito. Y es que, todo va bien hasta que sin remedio algo, dentro de ti, destapa el animal salvaje, la furia reprimida, la necesidad de revolución, de recorrer las curvas, de vivir al límite. Es un sentimiento adrenalítico, estresante, revitalizador... deseo que todos lo sintáis alguna vez. Es vivir libre. Y en este momento, aferrada a aquel trabajo mediocre y gris, había llegado al punto y final. Y lo sabía. Lo sentía. Me abrasaba por dentro.

Es aquí donde ahora me hallo, releyendo una vida que nada tiene que ver con lo socialmente aplaudido. Superada la treintena, sin hijos, sin norte... y además, ahora, después de 12 años, sin trabajo. Pero la vida son puntos y es demasiado corta para agotarla en un rincón oscuro y malpagado a cargo de personas que no son capaces de valorar a su personal. Por suerte a mi me acompañó un ejercito de mujeres libres que creían en lo que contaba y que me reconstruyeron esas alas de ángel caído que necesitaba, incluso cuando ellas no podían tenerlas. Mujeres increíbles, luchadoras, únicas... a las que la vida maltrata y de la que se levantan una, otra y otra vez, que me impulsaron a volar en libertad, alto y lejos. Así que ahora... ahora me toca a mi. Con valor por bandera, con el miedo a lo desconocido, con el alma en un puño.

"Memento mori"

No dejéis nunca de hacerlo. Y no dejéis nunca de volver a empezar.

viernes, 20 de marzo de 2015

La zona de confort

La zona de confort es ese lugar tedioso en el que todos, alguna vez, nos acostumbramos a vivir.

Es caminar todos los días los mismos caminos, ver todos los días a las mismas personas, asomarse a la ventana y tener los mismos sueños de libertad y las mismas ansias de cambio para acabar ahogándolo todo en un escueto “no es el momento”. La zona de confort son las obligaciones que nosotros mismos nos ponemos sin estar realmente obligados a ellas, las mismas mentiras que nos repetimos sin sentirlas y es el ver la misma vida pasar día a día sin querer saber como escapar a esa rutina.

Mi zona de confort se reducía a eso: a andar el mismo trayecto, ver las mismas caras reflejadas en los cristales del vagón de metro, subir las mismas escaleras, sentarme en el mismo sitio, repetir el mismo trabajo, las mismas frases, el mismo horario; estar obligada a mantener las mismas conversaciones tediosas con gente variopinta y forjarme en mi interior una opinion acerca de ellos, unos para mejor, otros para peor; callar las mismas palabras, gritar a través de cada poro de mi piel de pura angustia. Mi zona de confort era sentirme ahogada por mi propia conciencia que me recordaba que en algún lugar debía haber algo mucho mejor para mi y buscar un escape en las letras, en las canciones y en los pinceles. Era saber que podía haber hecho mucho más pero que “la vida” y “mis circunstancias” me obligaban a aguantar con cosas que no quería.

Hasta que llega el momento en el que todo se fractura.

A cada uno nos llega esa voz que dice que “hasta aquí” y a mi me llegó en forma de frustración el día en que supe que el buen hacer confronta muchos veces con mejorar, que las cosas que creía me impulsarían a algo mejor lo único que habían hecho era condenarme a un vacío existencial en el que llevaba vagando siete largos años. Me llegó en forma de opiniones, comentarios, argumentos que salían de boca de gente que pasaba su mano por mi espalda pero que entre los dedos empuñaba el puñal alargado de la envidia.

Y entonces recordé que hubo tiempos mejores pero también los hubo peores y que tuve sueños que no alcancé pero también hubo cosas por las que luché hasta el final, por encima de todo y de todos y de cualquier circunstancia adversa. La salida de esa zona cómoda llega el día en el que te miras al espejo y no te reconoces y te das cuenta de que tu vida se reduce a ese sinfin de cosas que odias y que jamás pensaste que harías. Ese día en el que te das cuenta de que tus manos hace tiempo que volaron de aquel lugar, que tu corazón nunca estuvo ni tan siquiera allí sentado y que tu felicidad te aguarda en la puerta con un abrigo con el que cobijarte y un paraguas en la mano, esperando a que te decidas a dar ese paso.


Y vuelves a saber que eres valiente, que eres único, que puedes hacerlo. Que es el tiempo de volar y que nada ni nadie te condenará de nuevo a aquel lugar estúpido e hiriente que es tu “zona cómoda”. El día en que tu cerebro, el único encargado de anclarte a una realidad que no es la tuya, decide que ya ha dado suficiente por algo que nunca mereció la pena.

Es ese momento en el que renaces.
El momento en el que vuelas.
Es ese momento en el que no giras la cabeza.
El momento en el que cierras esa puerta para no volver a abrirla jamás y desandas el camino hacia casa,sonríes al extraño del metro y borras del teléfono a las personas con las que nunca quisiste entablar conversación mientras mantienes a tu lado a las que te hicieron aquellos años más fáciles. Es el momento en el que recuerdas ese libro que leíste y que te transportó hacia la magia y a lugares paralelos.
Es el momento en el que recuerdas que quien lo escribió estaba peor que tú pero, a diferencia de tí, luchó por lo que quería.

Hoy, el día en el que mi corazón sabe lo lejos que está de su zona de confort, yo releo ese libro. Y poco a poco mi cerebro se da cuenta de que cada vez él está también más lejos de ella.


Y de que pronto, muy pronto, en este camino que se inicia ya no hay ni habrá vuelta atrás.